Tengo dos semanas visitando una librería grande. Tiene muchos libros y de muy variados temas. Por suerte, me atendió un encargado de tienda que le gusta leer. Y qué maravilla encontrarse con gente que sabe apreciar el valor de un buen libro, de una buena historia y de abrir el abanico de autores para conocer nuevos. La experiencia fue interesante, pues había ido pensando en comprar un libro de siempre o de mi autora favorita porque se me acabaron los libros para leer hace tiempo y terminé comprando uno bueno de un autor muy bueno que también ya conocía.
Cuento esta historia porque hace unos 35 años, y no es que yo tenga tantos años, pero cuando comencé a leer, empecé como se empezaba en esos tiempos: con libros impresos, con su olor a papel particular y recorriendo estantes de libros propios y ajenos para poder tener el placer de leer. Con el paso de los años acabé los libros que me gustaban, que tenía o me prestaban y compré más y siempre se me agotaban.
Luego, con el devenir de los cambios tecnológicos empezaron a inundar el mercado las pantallas, ya sea de una tableta o de un teléfono inteligente, pero yo que estaba feliz porque vería disminuido mi gasto en libros con la pantalla electrónica por el costo reducido de los libros que tienen los libros electrónicos, nunca pude acostumbrarme a la pantalla. El libro impreso es otra cosa, es una experiencia sensorial, es un olor a nuevo o viejo, es la experiencia de tocar el papel, de doblar la hoja en la punta para saber donde quedaste y sobre todo se lo puedes prestar a alguien más para compartir la experiencia.
Recuerdo una frase que leí en una Selecciones del Reader’s Digest traducida al español, que en sus citas citables, parafraseada decía que leer puede convertirse en un viaje de la imaginación a los lugares más recónditos e impensados, ya que el escritor a través de sus escritos puede transportarnos. Y en ese momento la tomé y la guardé y nunca se me ha olvidado, porque es cierto. ¡Qué viaje el que iniciamos al leer!
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